Despertó a las dos de la mañana. Hacía frío. Despertó nuevamente a las tres y cuarto. Ni siquiera se atrevió a abrir los ojos, o es que tal vez no pudo hacerlo. Después de todo, allá afuera todo seguía igualmente negro.
Despertó nuevamente a las cinco menos diez. Era imposible tratar de seguir durmiendo. Pero sólo ella y las sábanas revueltas lo sabían. El dolor de cabeza no había cesado. Inútilmente se provocó sueño a las nueve de la noche del día anterior. Suele suceder que la gente, y ella misma en ocasiones, con el sueño olvidan que tenían un dolor, y fue precisamente eso lo que ella quería lograr soñando. Más allá del propio dolor de cabeza que ahora le despertaba cada media hora, había dolores del alma que no le permitían seguir con su vida naturalmente.
A veces, además, suele suceder que en los mismos sueños vamos encontrando la respuesta a lo que nos aqueja en la vida real.
Pero esta noche que se abre al invierno no le permitió ni uno ni lo otro. Apenas si pudo tener conciencia de haber logrado dormir cuando los dolores le volvían con más fuerza, una y otra vez.
Detesto los dolores de cabeza, las famosas jaquecas y todo lo que huela a pesadez mental. Pero cuando no hay solo un motivo para crearlas, cuesta mucho más encontrar las soluciones y, sólo entonces, dormir no es una alternativa.
Finalmente logró dormir. Pero ¡hay dios de los sueños! Que siempre te encargas de hacernos recordar que no hay absolución sin perdón del delito, y no hay orden de soltar los sueños a aquellos que de dolor de cabeza padecen, al menos cuando el dolor lo provoca el mismo cerebro, cuando la causa está demasiado dentro. Ya está claro que no se puede ir a dormir sin solucionar los problemas con el mundo. Y cuando las molestias son con uno mismo, claro está, si no resuelves tus dificultades concientemente, el inconsciente (que buen nombre lleva) se encarga de solucionarlos “a su manera”.
Aquí tienes tu desayuno. Ya pues, levántate niña que tienes que ir a cocinar, mira que anoche no dejamos carne afuera y son más de las 10 de la mañana. La voz de la mujer sonó como campanas en los oídos de la niña, que tampoco era niña, pero que por ser tanto menor que la mujer, bien podría tratarla de pensamiento o aire y aún el mundo seguiría marchando sin complicaciones.
Abrió lentamente los ojos. Su rostro estaba vuelto hacia la bandeja rosada que contenía un jarrón de acero inoxidable con agua caliente y un mate envuelto en un paño blanco.
Dónde estoy, debió ser su primer pensamiento, pero la cabeza no entiende de obligaciones últimamente, sino –ya está escrito- de haber obedecido a las súplicas de sentirse bien, se hubiese portado bien anoche y habría dejado a la pobre niña dormir tranquila, ya que la criatura vive pensando demasiado.
No preguntó dónde estaba, sino quién era. Y no se trataba sólo de un juego de olvidos mañaneros, que no es lo mismo preguntar qué voy a hacer hoy y quién es esta que me está hablando y quién es la que está me despertando. Todo mal.
Ya pues, tómate luego el agua para que me ayudes en la huerta. Qué huerta. Quién es usted. Qué cama es ésta y por qué no recuerdo este lugar. Dónde dejé la cabeza, pudo haber sido la pregunta exacta, pero estaba tan perdida esta niña esa mañana de junio que ni se le pasó por la cabeza que todo el problema había partido de ahí mismo.
Se sentó lentamente y sólo tras unos minutos reconoció el lugar. Y esta demora bien pudo haberse explicado fácilmente, en realidad, porque esta niña que no recuerda su existencia es en realidad una viajera y está acostumbrada a despertar en camas que no había descubierto y en parajes que no la reconocen. Pero ahora estaba en su casa, es decir, en la casa de los padres. En lo que había denominado su “central de operaciones”. Ahora, ya determinado el lugar y, por ende, el rol que jugaba en esa casa, le tocaba pensar qué hacía allí. Cuánto tiempo llevaba durmiendo, si tenía que viajar y tantas otras preguntas que corrieron tan rápido hasta la conciencia que pareció que un vidrio se estrellaba sobre su cabeza. Sólo entonces recordó que apenas había dormido por culpa de un extraño dolor en el cerebro.
Da igual, ahora son las 10 y media de la mañana y era tarde aquí y en cualquier parte. Tomó la bandeja rosa y la posó sobre sus piernas. Acomodó la espalda en la pared fría y decidió poner tras ella los tres cojines que estaban sobre la cama. Por sobre el hombro derecho apareció la luz del sol indicando que no llovía. Estaba en eso cuando volvió la señora que la despertó. En realidad era una abuelita, se movía ágilmente y tenía el pelo muy canoso en sus raíces. Pero lo tenía largo también y en la medida que caía por los hombros se hacía más negro. Estaba vestida con una chomba verde y un vestido rojo debajo. En el cuello llevaba una pañoleta celeste y sobretodo, un delantal plomo con líneas azules y rojas. Gracias por el mate, le dijo la niña. Pero la abuelita sólo replicó que era muy tarde, que si había tomado ya y que si… se sentó al lado de la niña y al fin le dijo lo que necesitaba, su nombre. Oye niñita, qué iremos a hacer hoy, mira que ayer tratamos con tu papá de sacar la carne que está en el congelador pero no pudimos.
No lo sé gueli, recién estoy descubriendo quién soy y qué hago aquí. No me pida tanto.
La abuela sólo la miró como tratando de interpretar lo que decía la niña, pero no lo supo y por ello sólo dijo, ¿qué?
Que ya voy a pensar en algo gueli. ¿Me prende la TV?
Bueno, pero levántate luego que van a ser las 11 y yo voy a ir a dejarle esta comida al perro.
En la cabeza de la niña se fueron prendiendo de a poco los recuerdos. Ahora sabía que existía desde hace unos años un perro, mezcla de siberiano con pastor alemán, en esta casa. Y que su abuelita le llevaba dos veces al día la comida y aprovechaba de taparle los hoyos que hacía en el patio y cerca del invernadero cuando se pasaba para la huerta.
No terminó de tomarse toda el agua del jarrón y decidió levantarse. Ella tampoco lo recordaba pero nunca se levantaba sin antes acabar con el medio litro de agua caliente. Primera gran imprecisión de la memoria.
Todo un pasado olvidado, dando vueltas por ahí, esperando a que lo descubra y me redescubra en los detalles. Algo así como saber por qué me acosté con sweater. Saber por qué me quedé en blanco de pronto y cómo voy a saber qué olvidé.
Es un camino largo el que deberé andar. Esto de andar prendiendo luces a medida que avanzo es un trabajo muy cansador. Me dan ganas de quedarme parada y esperar a que el destino llegue. No quiero ir descubriendo mucho, en realidad no sé qué hice ayer o la semana pasada, no quiero pensar que estoy olvidando una cita con el médico o un viaje a otro destino incierto.
Hasta las 11 de la mañana de ese martes, y esta joven sólo se dedicó a hacer lo que le decía su abuelita: cocinar. En el trayecto a la cocina descubrió que llevaba unos días en su casa. Pero nada más. Sólo por el sol y el frío del exterior supo que era principio de invierno. Aunque esta ciudad siempre le ha parecido más helada que el resto del país adonde viaja. ¿Debía viajar ese día? Fue la pregunta más urgente, pero como no vió su bolso preparado, supuso que no tenía preparado viajar. ¿Qué hacía en la casa de sus padres? Ni la más menor idea. Estaba sola. Es decir, sólo su abuelita y ella habitan la casa hasta las 13 horas, cuando llega su hermano menor. Después, y dependiendo del trabajo, venía a almorzar su padre. La mamá no llegaría sino hasta la tarde o la noche, dependiendo de si tenía pacientes particulares a las que atender en su consulta. Al menos, la memoria de esta ciudad se estaba activando positivamente.
Siguió caminando por la casa hasta que se topó de golpe con la rutina de este sitio. Efectivamente estaba muy atrasada, no tanto porque recién se estuviera levantando sino porque al mediodía la comida ya debía estar lista. Ahora faltaban quince minutos para las 12 y recién había decidido qué iba a hacer. En realidad la respuesta fue mucho más fácil de lo que pensó. Quedaban unas empanadas de horno de quizás cuándo y su abuela estaba cocinando acelgas, lo que le dio la idea de hacer una sopa para acompañar el menú. Poco antes de terminar de limpiar la cocina, una vez hecha la sopa, llegó de improviso su padre. ¿Y tú todavía estás en pijamas? Fue su saludo. Le sirvo enseguida. Puso la mesa en un minuto y mientras calentaba la empanada le sirvió el plato de entrada. Luego se fue a bañar, eran casi las 13 horas. Un retardo que no fue tan sospechoso para nadie. Ella tampoco se atrevió a preguntar quién era y qué hacía allí. O si sabía si tenía que viajar. El sólo hecho de preguntárselo al padre seguramente la pondría en el lugar número uno de las locas conocidas.
Ya en la ducha repasó mentalmente lo que había conseguido reunir como material biográfico. Mi nombre completo y datos de nacimiento. Lugar donde vivo y nombre de mis padres, sus profesiones; mi hermano menor, los gustos de cada uno de ellos; cómo cocinar la sopa de acelgas; las rutinas de la casa y dónde estaba cada cosa organizada. Pero le bastó salir de la ducha para sentirse nuevamente desnuda ante la realidad. Y no se trataba precisamente de la desnudez de la piel, que ya sentía frío, sino de la incapacidad de saber más cosas de su vida. Aún no recordaba haber viajado a su casa, de dónde vendría, hasta cuándo iba a estar ahí. Temas clave en cualquiera de sus viajes.
Almorzó como si lo supiera todo. Pero cuando estaba comenzando su empanada, recordó que debía ir al banco a hacerle un depósito a la madre. Maldición. Se apuró y alcanzó a llegar, pero en el camino evitó mirar a las personas, al fin, no sabía si podría reconocerlos a todos.
Al entrar al banco la saludaron dos personas, el guardia y un cajero. Ella les devolvió el saludo con una sonrisa. No los reconoció y eso la puso muy nerviosa. No puede ser que me olvide de quiénes son ellos. Probablemente he venido muchas veces y mantenido una amena charla con cada uno. Pero la conversación debía quedar para cualquier otro día, cuando recordara –primero- qué estaba haciendo allí.
Pero como las cosas ocurren justo cuando nadie las espera, al ponerse en la fila, el hombre que estaba delante de ella se dio vuelta y esperó a que ella alzara la vista para saludarla. Hola, cómo estás. Que tal, muy bien, gracias. Lo miró bien y lo reconoció. Fue realmente un alivio saber que el hombre se llamaba Guillermo. Pero nada más. Por Dios, se dijo. Yo conozco más cosas de él, pero por el momento sintió a su mente como una inmensa biblioteca a la que entraba por primera vez, así, con tantos libros llenos de información a su alcance pero sin saber por dónde comenzar. Y la sonrisa con la que saludó se deshizo en una mueca inexpresiva. Así que fue él el primero en preguntar. Y qué es de ti, de tu hermano mayor, del menor, de tus padres. Y así, gracias a las preguntas del sujeto ella fue armando su propia historia. Increíble, recordar en la fila de un banco que tenía un hermano mayor. Cualquier día de estos se me olvida que soy hija de padre y madre. Y qué cerca estaba de que pasara.
A medida que fue respondiendo las preguntas fue también esclareciéndose lo que conocía de él. ¿Y cómo está Andrés? En realidad se sintió como jugando a los números de la lotería, lanzando un nombre al aire, uno que le sonaba familiar al verlo a él. Su alegría no fue menor cuando él le respondió de su hijo mayor, parecía que la memoria sí estaba volviendo a su mejor estado. Ahí está, trabajando conmigo en la constructora. Error de información, por qué no recordaba nada al respecto? Sentía como si le hubiese preguntado por algo obvio desde hace muchos años, como si le hubiese preguntado qué tal el bautizo o algo por el estilo. Afortunadamente él cambió el tema inmediatamente y comenzó a hablarle de su nieta. Ah claro, tiene una nieta. Si, si… eso lo recordaba. Y también tiene un hijo pequeño. Justo entonces le correspondió pasar por caja al tío Guillermo y hasta ahí llegó la búsqueda, lo mejor fue el remate. Cuando él se iba y ella pasaba a la caja, casi le gritó –sin dejar de cruzar los dedos para no equivocarse- saludos a la tía Bernardita. Gracias, dijo él. Y la gloria del cielo cubrió su rostro.
Esa tarde todo fue demasiado tranquilo. Como si ya hubiese recordado todo. Todo hasta que decidió prender el computador.
Tras volver del banco el viento le recordó que vivía en Concepción y que estaba haciendo su tesis, que había viajado a Linares por el fin de semana y que debía volver lo antes posible para trabajar en la investigación.
El problema fue recordar la contraseña de su sesión. Pero no lo tomó en cuenta y decidió que había hecho trabajar mucho a su mente, por lo que se fue a la sesión de su hermano menor y entró al servicio de mensajería instantánea. Después de todo, siempre dejaba su clave puesta, de manera que cualquiera pudiera revisar el correo en caso de emergencia.
Sobre la ventana de Messenger se desplegó una lista con casi cien contactos. Apenas si pudo recordar a cuatro de ellos. Dos compañeros de la universidad, un amigo que es del norte y un chico con el que había estado conversando la noche del domingo.
Señorita, saludó el amigo del norte. Caballero, respondió ella, aún sin saber de quién se trataba.