domingo, 19 de octubre de 2008

Parte IV

Finalmente, decidió que había dos micros que le servían. Cruzó los dedos, tomó el bolso sobre su hombro derecho y con la mochila en el izquierdo se metió la mano en el bolsillo derecho, desde donde extrajo su pase y cien pesos. Hizo parar la

 micro y se sentó nuevamente en el último asiento. No por decisión propia esta vez, sino porque eran los únicos asientos que quedaban libres.

Después de 45 minutos de un viaje por el pasado, porque esto es lo que su mente venía interpretando a cada metro, decidió que debía bajarse. Ya quedaba poca gente en el microbús, pero la plazoleta con dos balones de gas le recordó que era tiempo de tocar el timbre y avisarle al chofer que bajaba en la próxima esquina.

En el trayecto, logró sumar muchos más recuerdos de los que le permitió el viaje desde su casa a Concepción. La remodelación del camino, una laguna, casas viejas, una automotora, un par de restaurantes, letreros y fábricas que le sonaron más conocidas que el mismo auxiliar del bus. En realidad, sólo en la micro volvería a preguntarse, por última vez, si realmente conocía de antes a aquel sujeto.

Y así, mientas la noche comenzaba a asomarse por las ventanas de las casas de dos pisos, caminó por tierra, asfalto y finalmente pasto. Sólo el olor a tierra y vida le hicieron comprender que estaba cerca de casa. Los faroles de la calle se encendieron de a poco, como pidiendo permiso al sol que se retiraba. Desde el fondo de la calle, es decir, desde donde ya no hay más casas, el mar sopla y juega el viento con todo lo que se interponga a su paso. Al llegar a la tercera esquina, dobló instintivamente hacia la izquierda. A media cuadra de allí, su casa. Nuevo alivio y pensó que lo de la memoria no era más que un juego de la mente por ponerla nerviosa. Ella nunca había olvidado nada, sino, no estaría tan fácilmente dando con la casa donde vivía hace no más de dos semanas en la ciudad costera.

Buscó en el bolsillo izquierdo de su abrigo. Precisamente, y como si un duende viajara con ella, las encontró de inmediato. Primero las palpó para sacar sólo la que necesitaba. La tía Berta le había dado un llavero blanco, que lucía una “C” en uno de los lados. Ella la palpó y supo que esa primera llave correspondía a la de la reja. Luego, venía la de la puerta y, finalmente, la del seguro de la entrada. Perfecto, pensó. Lo recuerdo todo. Quizá todo haya sido sólo un mal sueño. Con esa alegría entró, saludó a la tía Berta y subió a su habitación. Estaba tal y como la recordaba, si es que a estas alturas podía enorgullecerse de algo tan sencillo.

Pasó su mano derecha por la cómoda y por sobre el puzzle a medio terminar. Sí, sí. Su mente fué más eufórica esta vez. Estaba entusiasmada con volver a sentarse horas frente a este real desafío. Mil piezas en menos de 30 centímetros cuadrados. (¡Vaya qué nacimiento de Venus iba a resultar!)



Parte III

Esa noche, cuando retornaron sus padres del trabajo, ella estaba nuevamente sentada frente al computador, buscándose entre los recuerdos de los otros. Le sorprendió que a nadie le pareciera extraño el vacío que se acumulaba tras sus ojos. Pero así son los padres, unos desconocidos a quienes elegimos para guiarnos. Nada más. Los amigos vienen después, incluso si nos referimos a los mismos progenitores.

Ya pasada la medianoche sintió que había recuperado gran parte de sus recuerdos y no tardó en manifestárselo a su último amigo, un tipo que había conocido hacía apenas dos días por internet y del cual no vale la pena mencionar el nombre puesto que no volverá a aparecer en la vida de esta niña sin memoria. Cómo estás. Bien, ya recordé un 98 por ciento de mi memoria. Qué bien, te felicito. Pero uno nunca sabe cuánto recuerda realmente. ¿Es que tal vez vamos desechando recuerdos a medida que no los necesitamos? ¿Es que hay recuerdos que valen más y que por ello los guardamos con mayor detalle?

Pese a los grandes avances y los recuerdos recuperados, Valparaíso le seguía sonando lejano y ajeno a su vida. Tal vez fue sólo un sueño. Y dejó el tema ahí. Si era realmente importante lo iba a recordar tarde o temprano. Desde siempre creyó en la innata autoeliminación de aquella información que nos hace daño o nos causa algún malestar. Así le había pasado con muchas cosas de su infancia y malas experiencias de la juventud.

Buenas noches hija. Buenas noches papá. ¿Qué estas haciendo en el computador a esta hora? Mi tesis. Ah. Para eso si que no te duele la cabeza. Anoche me fui a acostar con dolor papá, pero hoy cuando desperté… lo miró a los ojos y vió en ellos el cansancio del día y lo inútil que resultaría contarle todo acerca de la desaparición de los recuerdos. Al fin y al cabo, estaba claro que con las horas había ido recuperándola, por lo que probablemente no iba a necesitar de más ayuda externa que la de sí misma. Mire papá, me duele aquí arriba. Parece que tengo hinchado. Me duele aquí arriba, ve? Él se dejó guiar y con la mano izquierda sintió el pelo del cráneo y una leve malformación en la parte superior izquierda de su hija. Pero no dijo nada. Bueno, buenas noches entonces. Que descanse papá. Que descanse.

Y decidió hacerle caso al tipo de Valparaíso y se fue a descansar. Necesitas descansar, ya verás que mañana lo recuerdas todo. Después de todo, qué más da si un día de estos se me olvida mi vida, ya tendré el resto de ella para recuperarla... se dijo, y se fue a dormir, sin dolor de cabeza.

Despertó con el ruido de su abuelita caminando por el pasillo. Traía la bandeja rosada con el mate y el agua caliente. Pero la niña sin memoria tenía ganas de quedarse en cama. Sintió que afuera estaba lloviendo y ni se movió cuando la mujer le dejó la bandeja sobre la almohada. Ya. Levantarse. Dijo con voz anciana, pero con vitalidad. Hoy no me quiero levantar. No he descansado mucho, le dijo. Pero, otra vez la anciana se sentó a su lado y por lo imparcial de su rostro, descubrió que no le había escuchado. Me dijiste algo, preguntó la anciana. No. Respondió la que no ha dormido bien; estaba realmente cansada y hasta para hablar sentía que necesitaba mucha energía. En realidad, era como si recién llegara de correr una maratón. Me prende la TV? Claro, dijo la abuela y se paró. Dejó el aparato encendido y a un volumen que a cualquiera le parecería excesivo. Luego, se volvió a sentar y ambas tomaron mate. Nuevamente no alcanzaron a beber toda el agua. Ya, levántate luego para que vayas a cocinar. Si gueli, voy altiro.

Y ahí siguió, como hipnotizada por las imágenes que se iban sucediendo.

Cuando terminó de organizar lo que iba a ser el menú del día y dispuso los materiales necesarios, recordó de pronto que tenía que viajar a Concepción. Era mediodía y, al fin, un recuerdo cercano y con rasgos de urgencia. Mi tesis, replicaba desde su memoria una y otra vez la voz de la conciencia, que para estos efectos sigue funcionando sin problemas.

Dejó todo medianamente listo en la cocina. Claro, nunca se enteró que para preparar arroz hacía años o quizás nunca había consultado el libro de cocina... y nadie se dio cuenta de que la carne no tenía aderezos... Así, con la conciencia com única sostén de una agenda sin fecha, se duchó, ordenó algunas cosas para el viaje y partió. Cuando iba saliendo de la casa de los padres llegó su hermano menor, quien se mostró extrañado por la partida de su hermana, pero ha de pensar que era cosa natural de ella esto de andar ir y viniendo por el país con su bolso rojo, por lo que sólo su rostro preguntó y sus labios dijeron adiós.

Ya en el bus, abrió su mochila y ahí encontró un libro a medio leer. Tal vez si lo sigo leyendo desde la última parte donde quedé, me acuerde en qué circunstancias lo hice y obtenga más recuerdos. Pero tras leer tres páginas, los únicos recuerdos que tenía eran los de los personajes del libro. Respiró hondo y miró hacia fuera. Señorita, disculpe que la moleste. Señorita. Sólo a la tercera vez que le llamó la atención el auxiliar del bus ella volvió en sí y recordó que debía pagar pasaje. Si, si. En seguida. A ver, pensó. Necesito dos mil pesos y mi pase escolar. Pues bien, revisemos la mochila, ahí debe estar mi billetera. Pero entre sus documentos no había ni rastro de dinero. Se revisó el bolsillo derecho del pantalón y ahí sí encontró lo que buscaba. Bosquejó una sonrisa y le entregó al fín el billete al auxiliar. Él la miró raro. No como si estuviera extrañado ni nada parecido. Era como si disfrutara de la pérdida de ella. En fin. Él sólo procuró esconder una sonrisa y se tomó un tiempo antes de darle el boleto. Fue como si la sonrisa nerviosa de ella y la sonrisa escondida de él se comunicaran, pero después de eso no pasó nada más. Ella volvió a su libro y él a sus boletos.

Pasados diez o quizás quince minutos él volvió a ella. Como si se conocieran desde hacía mucho, se sentó a su lado y la asustó con una pregunta. Que lees ahora. Eso significaba mucho para la niña sin recuerdos. Probablemente ellos se conocían. Tal vez siempre viajaban juntos o la vez anterior que se vieron ella leía otro libro. Fue mucha información, así que sólo respondió brevemente con una sonrisa encubierta. Cerró el libro y le mostró la portada. Él vió el título y se rió. Ella no lo entendió, pero supo que no se burlaba este auxiliar cuando le preguntó de qué se trataba. Sintió que el cerebro de nuevo comenzaba a girar en el sentido de las agujas del reloj. Iba en la página trescientos veinte y era incapaz de recordar lo que había leído, por lo que sólo atinó a decirle que había que leerlo para saber y que si le contaba no tendría gracia. Ambos rieron y él comenzó a hablarle del libro que leía por recomendación de ella; dijo que llevaba sólo 20 páginas pero que estaba muy entusiasmado con seguir, pero que con el trabajo del bus, los viajes, los pocos descansos, la familia, su hija que tenía ojos tan hermosos como los de ella y… la sin memoria alcanzó a digerir sólo un dos por ciento de las cosas que él le decía, por lo que, a cada fin de frase, asentía con la cabeza o balbuceaba un “uhmm” “ya” “claro” o se ponía a hojear el libro. Asi transcurrieron infinitos treinta minutos. Al fin él se levantó para ayudar a que un pasajero se bajara. Ella se miró por primera vez en el vidrio y notó que estaba despeinada, que no se había puesto nada en la cara, más que una crema bloqueadora solar. Reclinó el asiento y se acomodó para dormir. Ojalá no vuelva, se repitió varias veces. Pero como la desgracia de una es la fortuna de algún otro, él volvió a su lado y se quedó mirándola hasta que no aguantó más y abrió los ojos. Y así el auxiliar siguió con su charla sobre cualquier cosa hasta que nuevamente tuvo que trabajar y ella se acomodó aún más para dormir. Cerró el libro, dejó la mochila sobre sus piernas y cerró la cortina para evitar que el sol la molestara. Al fin el pobre auxiliar entendió el mensaje y no se volvió a sentar al lado de la niña lectora.

Al llegar al terminal, bajó sus bolsos, se puso el abrigo café, la bufanda y comenzó a caminar.. con los ojos muy abiertos y siguiendo los movimientos de la mayoria, es decir, en dirección a la salida del Terminal de Buses. Al traspasar la primera puerta de entrada recordó que alguna vez ella estuvo sentada escribiendo –por gusto- sobre el comportamiento que tenían las personas al entrar y salir del terminal. Dónde habré dejado ese escrito... se preguntó, pero sólo por pocos segundos porque ahora éste detalle le preocupa poco. Es decir, ahora tiene que trabajar con la memoria y obligarla a que le diga qué hace aquí. O mejor aún, a dónde tiene que ir. Porque la tesis no la va a escribir en el Terminal... Ya en la calle, miró a un lado y a otro. Tres taxibuses estaban estacionados frente a ella. Dos jóvenes gritaban los destinos de ellos y numerosa gente con bolsos y bultos subía a las micros. Y ahora, qué hago. Pero cuando hay que tomar decisiones rápidas no vale la pena pensar mucho. Así es que cruzó la calle mojada y se subió en el bus del medio. Después de todo, a alguna parte tenía que ir y por algún lugar debía partir. Pagó su pasaje y se fue a tomar posición del último asiento. Nadie más subió y al cabo de dos minutos partió el recorrido. A medida que iba avanzando, se le fueron prendiendo más luces del recuerdo. Ah, claro. El estadio, el negocio donde venden almuerzos, el regimiento, los semáforos, los árboles pintados, las casas iguales… poco a poco todo comenzó a su lugar dentro de la memoria. Incluso cuando pensó que debía bajarse, tocó el timbre y caminó sólo un par de cuadras hasta que reconoció otro paradero donde tenía que tomar otra micro. Cual? Ahora si la angustia comenzó a hacerse parte de ella. Dejó el bolso sobre un asiento y se quedó parada mirando cómo pasaban una a una las micros. Y luego, de dos en dos e incluso vió pasar cinco micros al unísono, interfiriéndose entre sus recorridos con destino cierto. Una de estas debo tomar. Se repetía una y otra vez. Era aún muy temprano por lo que el tiempo no le preocupó. Pero al principio, al no reconocer los destinos que decían los carteles de las micros, creyó que estaba mal y que debería caminar más para recordar mejor.


sábado, 18 de octubre de 2008

Parte II

La desesperación por saber quién era su interlocutor la llevó a pensar que estaba volviéndose loca. Me he olvidado de quién eres, quiso decirle, pero la vergüenza que sintió al pensar que estaba hablando con alguien a quien realmente conocía la detuvo. Y así, mirando fijamente la pantalla en blanco, se quedó mirando la foto que tenía puesta su compañero de conversación. Lo conozco, lo conozco… pero, de dónde. Por qué. Por qué lo había olvidado. Y la mente, cargada de recuerdos por explorar, comenzó a lanzarle dardos tranquilizadores. Bastaron cinco minutos y tres frases para que el olvido diera paso a una serie de fotografías que caían a gran velocidad. Si, ahora comenzaba a recordar, pero no como cuando uno sabe qué está recordando. Digamos que sus recuerdos eran como un “deja vu”. Un estar mirando una película sin saber que la protagonista es realmente uno.

No me acuerdo de dónde te conozco, dijo al fin. Y él respondió -sorprendido- si lo estaba molestando, o si era una broma. Pero tras explicarle esta nueva loca desmemoriada,  pareció entender y comenzó a contarle la historia desde el principio. Y ella, como quien trata de leer un libro de atrás para adelante, intentó saber qué venía luego. Ella era parte de la vida de otros y no tenía ni la más remota conciencia de ello.

Hay mucha gente por ahí, preguntó ella. Si, caleta. Y a quién más conozco. A todos. Esa última respuesta le provocó tirarse por la ventana de un edificio. Dios, se dijo. Los conozco a todos y apenas si me acuerdo de uno.

Dime más, comenzó a pedir más información, más recuerdos. Y él fue amable al no tratarla como si fuera una orate. Las palabras aparecieron en el computador como ráfagas de viento que chocaban violentas contra la luz de la mente. Pero no lograron prender ni una de las ampolletas del recuerdo. ¿Te acuerdas de la película que vimos en la casa de Cerro Alegre, comiendo pizza y tomando cerveza? Ella respiró hondo procurando digerir una a una las palabras. Pero ninguna le pareció ni siquiera familiar. ¿Comí pizza contigo? Si, la pizza que tú misma compraste aquí en la esquina. No lo puedo creer. ¿Compré una pizza?. Nada sonaba razonable en realidad. Ella nunca había estado en los cerros de Valparaíso, menos en la casa de algún amigo, si no tiene amigos ahí. Apenas si conoce a algún amigo de su hermano mayor, que vive en aquella región.

Qué más. Sus ansias de saber más del pasado eran tan grandes como el vacío que mostraba tener en su cabeza.

Los recuerdos de él deben ser también los míos, se repitió una y otra vez, pero ni así logró que su pasado se manifestara.

Terminó de conversar con su amigo con el firme propósito de ir en busca de éstos y quizás cuántos otros recuerdos, para lo cual dejó el computador y se fue a recorrer la casa.

Todo parecía normal. Ninguna foto que le pareciera nueva o extraña. Ningún recuerdo de Valparaíso, de sus vacaciones o de haber estado en otra ciudad. Hasta aquí, y de no ser porque sabía que había despertado sin recordar algo de su vida, diría que el tipo con el que habló por Messenger le había estado tomando el pelo todo ese rato. Pero algo le decía que él no mentía.

¿Tenía amigos ahí? Si. Dos: Gustavo y Ernesto. No me acuerdo del primero y yo claramente no conozco a ningún Ernesto, salvo, claro, un compañero de la universidad que se llama Daniel Ernesto. Pero él es de Concepción.

viernes, 17 de octubre de 2008

Parte I

Despertó a las dos de la mañana. Hacía frío. Despertó nuevamente a las tres y cuarto. Ni siquiera se atrevió a abrir los ojos, o es que tal vez no pudo hacerlo. Después de todo, allá afuera todo seguía igualmente negro. 

Despertó nuevamente a las cinco menos diez. Era imposible tratar de seguir durmiendo. Pero sólo ella y las sábanas revueltas lo sabían. El dolor de cabeza no había cesado. Inútilmente se provocó sueño a las nueve de la noche del día anterior. Suele suceder que la gente, y ella misma en ocasiones, con el sueño olvidan que tenían un dolor, y fue precisamente eso lo que ella quería lograr soñando. Más allá del propio dolor de cabeza que ahora le despertaba cada media hora, había dolores del alma que no le permitían seguir con su vida naturalmente.

A veces, además, suele suceder que en los mismos sueños vamos encontrando la respuesta a lo que nos aqueja en la vida real.

Pero esta noche que se abre al invierno no le permitió ni uno ni lo otro. Apenas si pudo tener conciencia de haber logrado dormir cuando los dolores le volvían con más fuerza, una y otra vez.

Detesto los dolores de cabeza, las famosas jaquecas y todo lo que huela a pesadez mental. Pero cuando no hay solo un motivo para crearlas, cuesta mucho más encontrar las soluciones y, sólo entonces, dormir no es una alternativa.

Finalmente logró dormir. Pero ¡hay dios de los sueños! Que siempre te encargas de hacernos recordar que no hay absolución sin perdón del delito, y no hay orden de soltar los sueños a aquellos que de dolor de cabeza padecen, al menos cuando el dolor lo provoca el mismo cerebro, cuando la causa está demasiado dentro. Ya está claro que no se puede ir a dormir sin solucionar los problemas con el mundo. Y cuando las molestias son con uno mismo, claro está, si no resuelves tus dificultades concientemente, el inconsciente (que buen nombre lleva) se encarga de solucionarlos “a su manera”.

  Aquí tienes tu desayuno. Ya pues, levántate niña que tienes que ir a cocinar, mira que anoche no dejamos carne afuera y son más de las 10 de la mañana. La voz de la mujer sonó como campanas en los oídos de la niña, que tampoco era niña, pero que por ser tanto menor que la mujer, bien podría tratarla de pensamiento o aire y aún el mundo seguiría marchando sin complicaciones.

Abrió lentamente los ojos. Su rostro estaba vuelto hacia la bandeja rosada que contenía un jarrón de acero inoxidable con agua caliente y un mate envuelto en un paño blanco.

Dónde estoy, debió ser su primer pensamiento, pero la cabeza no entiende de obligaciones últimamente, sino –ya está escrito- de haber obedecido a las súplicas de sentirse bien, se hubiese portado bien anoche y habría dejado a la pobre niña dormir tranquila, ya que la criatura vive pensando demasiado.

No preguntó dónde estaba, sino quién era. Y no se trataba sólo de un juego de olvidos mañaneros, que no es lo mismo preguntar qué voy a hacer hoy y quién es esta que me está hablando y quién es la que está me despertando. Todo mal.

Ya pues, tómate luego el agua para que me ayudes en la huerta. Qué huerta. Quién es usted. Qué cama es ésta y por qué no recuerdo este lugar. Dónde dejé la cabeza, pudo haber sido la pregunta exacta, pero estaba tan perdida esta niña esa mañana de junio que ni se le pasó por la cabeza que todo el problema había partido de ahí mismo.

Se sentó lentamente y sólo tras unos minutos reconoció el lugar. Y esta demora bien pudo haberse explicado fácilmente, en realidad, porque esta niña que no recuerda su existencia es en realidad una viajera y está acostumbrada a despertar en camas que no había descubierto y en parajes que no la reconocen. Pero ahora estaba en su casa, es decir, en la casa de los padres. En lo que había denominado su “central de operaciones”. Ahora, ya determinado el lugar y, por ende, el rol que jugaba en esa casa, le tocaba pensar qué hacía allí. Cuánto tiempo llevaba durmiendo, si tenía que viajar y tantas otras preguntas que corrieron tan rápido hasta la conciencia que pareció que un vidrio se estrellaba sobre su cabeza. Sólo entonces recordó que apenas había dormido por culpa de un extraño dolor en el cerebro.

Da igual, ahora son las 10 y media de la mañana y era tarde aquí y en cualquier parte. Tomó la bandeja rosa y la posó sobre sus piernas. Acomodó la espalda en la pared fría y decidió poner tras ella los tres cojines que estaban sobre la cama. Por sobre el hombro derecho apareció la luz del sol indicando que no llovía. Estaba en eso cuando volvió la señora que la despertó. En realidad era una abuelita, se movía ágilmente y tenía el pelo muy canoso en sus raíces. Pero lo tenía largo también y en la medida que caía por los hombros se hacía más negro. Estaba vestida con una chomba verde y un vestido rojo debajo. En el cuello llevaba una pañoleta celeste y sobretodo, un delantal plomo con líneas azules y rojas. Gracias por el mate, le dijo la niña. Pero la abuelita sólo replicó que era muy tarde, que si había tomado ya y que si… se sentó al lado de la niña y al fin le dijo lo que necesitaba, su nombre. Oye niñita, qué iremos a hacer hoy, mira que ayer tratamos con tu papá de sacar la carne que está en el congelador pero no pudimos.

No lo sé gueli, recién estoy descubriendo quién soy y qué hago aquí. No me pida tanto.

La abuela sólo la miró como tratando de interpretar lo que decía la niña, pero no lo supo y por ello sólo dijo, ¿qué?

Que ya voy a pensar en algo gueli. ¿Me prende la TV?

Bueno, pero levántate luego que van a ser las 11 y yo voy a ir a dejarle esta comida al perro.

En la cabeza de la niña se fueron prendiendo de a poco los recuerdos. Ahora sabía que existía desde hace unos años un perro, mezcla de siberiano con pastor alemán, en esta casa. Y que su abuelita le llevaba dos veces al día la comida y aprovechaba de taparle los hoyos que hacía en el patio y cerca del invernadero cuando se pasaba para la huerta.

No terminó de tomarse toda el agua del jarrón y decidió levantarse. Ella tampoco lo recordaba pero nunca se levantaba sin antes acabar con el medio litro de agua caliente. Primera gran imprecisión de la memoria.

Todo un pasado olvidado, dando vueltas por ahí, esperando a que lo descubra y me redescubra en los detalles. Algo así como saber por qué me acosté con sweater. Saber por qué me quedé en blanco de pronto y cómo voy a saber qué olvidé.

Es un camino largo el que deberé andar. Esto de andar prendiendo luces a medida que avanzo es un trabajo muy cansador. Me dan ganas de quedarme parada y esperar a que el destino llegue. No quiero ir descubriendo mucho, en realidad no sé qué hice ayer o la semana pasada, no quiero pensar que estoy olvidando una cita con el médico o un viaje a otro destino incierto.

Hasta las 11 de la mañana de ese martes, y esta joven sólo se dedicó a hacer lo que le decía su abuelita: cocinar. En el trayecto a la cocina descubrió que llevaba unos días en su casa. Pero nada más. Sólo por el sol y el frío del exterior supo que era principio de invierno. Aunque esta ciudad siempre le ha parecido más helada que el resto del país adonde viaja. ¿Debía viajar ese día? Fue la pregunta más urgente, pero como no vió su bolso preparado, supuso que no tenía preparado viajar. ¿Qué hacía en la casa de sus padres? Ni la más menor idea. Estaba sola. Es decir, sólo su abuelita y ella habitan la casa hasta las 13 horas, cuando llega su hermano menor. Después, y dependiendo del trabajo, venía a almorzar su padre. La mamá no llegaría sino hasta la tarde o la noche, dependiendo de si tenía pacientes particulares a las que atender en su consulta. Al menos, la memoria de esta ciudad se estaba activando positivamente.

Siguió caminando por la casa hasta que se topó de golpe con la rutina de este sitio. Efectivamente estaba muy atrasada, no tanto porque recién se estuviera levantando sino porque al mediodía la comida ya debía estar lista. Ahora faltaban quince minutos para las 12 y recién había decidido qué iba a hacer. En realidad la respuesta fue mucho más fácil de lo que pensó. Quedaban unas empanadas de horno de quizás cuándo y su abuela estaba cocinando acelgas, lo que le dio la idea de hacer una sopa para acompañar el menú. Poco antes de terminar de limpiar la cocina, una vez hecha la sopa, llegó de improviso su padre. ¿Y tú todavía estás en pijamas? Fue su saludo. Le sirvo enseguida. Puso la mesa en un minuto y mientras calentaba la empanada le sirvió el plato de entrada. Luego se fue a bañar, eran casi las 13 horas. Un retardo que no fue tan sospechoso para nadie. Ella tampoco se atrevió a preguntar quién era y qué hacía allí. O si sabía si tenía que viajar. El sólo hecho de preguntárselo al padre seguramente la pondría en el lugar número uno de las locas conocidas.

Ya en la ducha repasó mentalmente lo que había conseguido reunir como material biográfico. Mi nombre completo y datos de nacimiento. Lugar donde vivo y nombre de mis padres, sus profesiones; mi hermano menor, los gustos de cada uno de ellos; cómo cocinar la sopa de acelgas; las rutinas de la casa y dónde estaba cada cosa organizada. Pero le bastó salir de la ducha para sentirse nuevamente desnuda ante la realidad. Y no se trataba precisamente de la desnudez de la piel, que ya sentía frío, sino de la incapacidad de saber más cosas de su vida. Aún no recordaba haber viajado a su casa, de dónde vendría, hasta cuándo iba a estar ahí. Temas clave en cualquiera de sus viajes.

Almorzó como si lo supiera todo. Pero cuando estaba comenzando su empanada, recordó que debía ir al banco a hacerle un depósito a la madre. Maldición. Se apuró y alcanzó a llegar, pero en el camino evitó mirar a las personas, al fin, no sabía si podría reconocerlos a todos.

Al entrar al banco la saludaron dos personas, el guardia y un cajero. Ella les devolvió el saludo con una sonrisa. No los reconoció y eso la puso muy nerviosa. No puede ser que me olvide de quiénes son ellos. Probablemente he venido muchas veces y mantenido una amena charla con cada uno. Pero la conversación debía quedar para cualquier otro día, cuando recordara –primero- qué estaba haciendo allí.

Pero como las cosas ocurren justo cuando nadie las espera, al ponerse en la fila, el hombre que estaba delante de ella se dio vuelta y esperó a que ella alzara la vista para saludarla. Hola, cómo estás. Que tal, muy bien, gracias. Lo miró bien y lo reconoció. Fue realmente un alivio saber que el hombre se llamaba Guillermo. Pero nada más. Por Dios, se dijo. Yo conozco más cosas de él, pero por el momento sintió a su mente como una inmensa biblioteca a la que entraba por primera vez, así, con tantos libros llenos de información a su alcance pero sin saber por dónde comenzar. Y la sonrisa con la que saludó se deshizo en una mueca inexpresiva. Así que fue él el primero en preguntar. Y qué es de ti, de tu hermano mayor, del menor, de tus padres. Y así, gracias a las preguntas del sujeto ella fue armando su propia historia. Increíble, recordar en la fila de un banco que tenía un hermano mayor. Cualquier día de estos se me olvida que soy hija de padre y madre. Y qué cerca estaba de que pasara.

A medida que fue respondiendo las preguntas fue también esclareciéndose lo que conocía de él. ¿Y cómo está Andrés? En realidad se sintió como jugando a los números de la lotería, lanzando un nombre al aire, uno que le sonaba familiar al verlo a él. Su alegría no fue menor cuando él le respondió de su hijo mayor, parecía que la memoria sí estaba volviendo a su mejor estado. Ahí está, trabajando conmigo en la constructora. Error de información, por qué no recordaba nada al respecto? Sentía como si le hubiese preguntado por algo obvio desde hace muchos años, como si le hubiese preguntado qué tal el bautizo o algo por el estilo. Afortunadamente él cambió el tema inmediatamente y comenzó a hablarle de su nieta. Ah claro, tiene una nieta. Si, si… eso lo recordaba. Y también tiene un hijo pequeño. Justo entonces le correspondió pasar por caja al tío Guillermo y hasta ahí llegó la búsqueda, lo mejor fue el remate. Cuando él se iba y ella pasaba a la caja, casi le gritó –sin dejar de cruzar los dedos para no equivocarse- saludos a la tía Bernardita. Gracias, dijo él. Y la gloria del cielo cubrió su rostro.

Esa tarde todo fue demasiado tranquilo. Como si ya hubiese recordado todo. Todo hasta que decidió prender el computador.

Tras volver del banco el viento le recordó que vivía en Concepción y que estaba haciendo su tesis, que había viajado a Linares por el fin de semana y que debía volver lo antes posible para trabajar en la investigación.

El problema fue recordar la contraseña de su sesión. Pero no lo tomó en cuenta y decidió que había hecho trabajar mucho a su mente, por lo que se fue a la sesión de su hermano menor y entró al servicio de mensajería instantánea. Después de todo, siempre dejaba su clave puesta, de manera que cualquiera pudiera revisar el correo en caso de emergencia.

Sobre la ventana de Messenger se desplegó una lista con casi cien contactos. Apenas si pudo recordar a cuatro de ellos. Dos compañeros de la universidad, un amigo que es del norte y un chico con el que había estado conversando la noche del domingo.

Señorita, saludó el amigo del norte. Caballero, respondió ella, aún sin saber de quién se trataba.

Introducción

Porque algún dolor de cabeza puede no dejarme entrar en mis recuerdos y porque la memoria es más frágil de lo que creemos. Quiero publicar públicamente (valga la redundancia) mis vivencias como, precisamente, DESMEMORIADA.